Justo frente al parque Córdoba, en el barrio habanero de La Víbora,
está enclavada una paladar de lujo llamada Villa Hernández. Es una
casona despampanante, construida a principios del siglo XX y renovada al
detalle por su dueño.
En la entrada, un amable portero muestra
al cliente el menú en una carta revestida de cuero negro. Una piña
colada cuesta casi 5 dólares. Y una comida para tres personas no baja de
70 cuc, el salario de cuatro meses de Zaida, empleada de un comedor
situado a dos cuadras del glamour de Villa Hernández y al cual acuden
jubilados, ancianos y pobres de los alrededores.
“No es un comedor, es un restaurante
estatal para personas de bajos recursos. Le llaman ‘la Ruta 15′ y el
menú habitual es arroz blanco, un infame potaje de chícharos y
croquetas”, cuenta Zaida.
Al igual que la mayoría de los vecinos
de la zona, ella jamás se han sentado en una banqueta del bar de Villa
Hernández, a beber un mojito o ‘picar’ tapas de jamón serrano.
A una cuadra de la paladar, en la
esquina de Acosta y Gelabert, en una casa de puntal alto en peligro de
derrumbe, viven apiñadas 17 familias. La gente se las ha agenciado para
transformar antiguas habitaciones en viviendas.
El método para ganar espacio es levantar
barbacoas de madera o concreto fundido en el intermedio de las paredes.
Cada cual, a su aire o según sus posibilidades económicas, ha
construido baños y cocinas sin el asesoramiento de un ingeniero o
arquitecto.
Hasta en el antiguo sótano, donde antaño
existió un establo de animales, han acondicionado un sitio que solo
con mucha imaginación se puede llamar morada.
Los vecinos del lugar ven a la paladar
Villa Hernández como un territorio extranjero. “Me han contado que se
come muy bien. Me da vergüenza entrar y preguntar sobre la oferta. ¿Para
qué, si no tengo dinero? Por el fin de año pusieron adornos bonitos y
un Santa Claus grandísimo. A mis hijos les he dicho que ese tipo de
paladares no están al alcance de nuestros bolsillos”, dice Remigio.
Como pequeños islotes, en La Habana han
surgido casas de alquiler, gimnasios, bares de tapas, cafés y
restaurantes privados muy parecidos a los que un cubano pobre solo ve en
filmes extranjeros.
Existe una Habana nocturna con
demasiadas luces, elegantes diseños y aire acondicionado excesivo, que
suele ser la carta de presentación del aparente éxito de las
controvertidas reformas económicas promovidas por Raúl Castro.
Es bueno que surjan pequeños negocios
privados. La mayoría de la población aprueba cortar de cuajo la
dependencia con el Estado, gestor principal de la miseria socializada
que se vive en Cuba.
Pero los ancianos, jubilados,
profesionales y trabajadores estatales se preguntan cuándo acontecerán
reformas salariales justas, que permitan a un obrero adquirir un
electrodoméstico o tomarse una cerveza en un bar privado.
“De eso se trata. Casi todos en Cuba
aprobamos que la gente abra negocios. A fin de cuentas, en materia
económica, el gobierno ha demostrado una letal ineficacia. Pero hay dos
discursos: uno se vende a potenciales inversores extranjeros y otro
interno, que sigue machacando el compromiso con el marxismo y gobernar
para favorecer las capas más pobres”, señala Amado, ingeniero.
Documental: Paladares (Restaurantes) en Cuba
En el campo de los negocios, el gobierno
ha abierto la puerta, pero no del todo. En los lineamientos económicos
promulgados, se reconoce que los pequeños negocios están diseñados de
manera que la gente no acumule grandes capitales.
Un sector numeroso de funcionarios del partido y la prensa oficial, en cada emprendedor privado cree ver un futuro delincuente.
De momento, al trabajo por cuenta propia
lo cercan con altos tributos, la dilatación de la apertura de un
mercado mayorista y una legión de inspectores estatales que exigen un
sinfín de parámetros, como si estuviese anclado en Manhattan o Zürich y
no en una nación donde escasea desde la pasta dental y el desodorante
hasta la sal y los huevos.
El régimen aprovecha la pobreza para
vender la marca Cuba. “Se ha creado una mercadotecnia que muestra a una
isla entremezclada con imágenes de solares, mulatas bailando reguetón,
jóvenes alegres tomando ron, autos estadounidenses de los años 50, el
hotel Nacional y paladares de lujo”, dice Carlos, sociólogo.
Gerentes exitosos, como Enrique Núñez,
dueño de La Guarida, enclavada en el barrio mayoritariamente negro de
San Leopoldo, en el centro de La Habana, también se benefician del
entorno para crecer en sus negocios.
La Guarida fue una de las locaciones de
la película Fresa y Chocolate del fallecido director Tomás Gutiérrez
Alea. Allí, entre otros muchos, han cenado la Reina Sofía de España,
Diego Armando Maradona y congresistas estadounidenses.
El ruinoso edificio multifamiliar donde
está situada, con sábanas puestas a secar en balcones interiores y
mulatos y negros desempleados jugando dominó al pie de la escalera, se
ha convertido en el sello particular de La Guarida.
“Sí, es vergonzoso. Pero montar negocios
gastronómicos o de hospedaje en barrios ruinosos repletos de buscavidas
y jineteras, resulta un valor agregado que funciona. Quizás eso pasa
porque La Habana todavía no es una ciudad violenta o peligrosa como
Caracas. Y a los europeos ingenuos les gusta ese toque de modernidad
rodeada de miseria africana”, apunta el propietario de un bar en la
parte antigua de la ciudad.
Mientras la propaganda gubernamental
sobredimensiona las aperturas económicas, Zaida se pregunta si algún día
su salario en el comedor estatal le permitirá tomarse un daiquirí en
Villa Hernández. Para ella, de momento, es más fácil que en Cuba nieve.
Cubanos en la red social/Desde la Habana
Iván García Quintero
Periodista independiente
Reside en La Habana
Autor de los Desde La Habana y Iván García y sus amigos
Escrito tomado de Desde La Habana